Cuentos

El árbol y el ángel

Erase una vez una niña que se despertó soñando con una mirada de ángel y una tibia piel arropando su debilidad. Ella era tan delicada como una pluma al aire. Aquel ángel la tomó entre sus manos, que sugerían una calidez abrasadora. Así que la simple pluma se deshizo en cenizas que fueron plantadas en tierra, cual semillas de fuego que ardieron hasta el cansancio.

Del cielo se desgajaron gotas de esperanza, provocadas por las manos del ángel, que ilusionadas amasaban las nubes con el amor más grande que ha podido existir. La esperanza humedeció praderas y brotaron de la tierra pequeños destellos verdes, con la ilusión de ver el sol acariciar sus hojas en cada amanecer, con la inocencia que provoca la virginidad del mañana.

Y fue creciendo, regocijada en el canto que se alzaba desde el cielo, con cada palabra una hoja aparecía en señal de un nuevo descubrimiento. Cada nueva melodía motivaba el brillo del sol para que el pequeño árbol danzara sacudiendo  sus ramas y mostrara su natural inquietud hacia la vida. De vez en cuando este ángel batía sus alas provocando viento del norte, del sur, del este y el oeste, para darle nuevas perspectivas. Le gustaba ver cómo se estremecía su pequeña fortaleza, cómo crujían sus ramas y caían sus hojas secas, su intención era hacerlo más fuerte, así que cuando su trabajo no le satisfacía, intensificaba el movimiento de sus alas para que el viento se batiera en duelo con la quietud de sus raíces, no porque pretendiera  arrancar sus bases, su pretexto era más noble, arraigarlas para que nunca nadie pudiera corromperlas.

Fueron muchas las batallas libradas entre vientos y ramas, todas con el mismo propósito. Los otoños solían ser los de mayor coraje, pues eran premonitorios de blancos inviernos, en los que ángel y árbol se dedicaban a la preservación y a la contemplación del tiempo respectivamente, eran indicaciones que recibían del silencio, quien solía decir que los azulgrises brillantes se habían hecho para pensar.

La preservación era sin embargo tarea delicada. Se trataba de tomar los brotes de humedad y convertirlos en hilos de cristal, que luego serían entrelazados, con la paciencia y dedicación con las que sólo puede tejer un ángel. Cuando el precioso manto era terminado, el ángel lo dejaba caer amorosamente sobre la naturaleza del árbol. El manto regocijado caía con vigoroso encanto pues sabía que le aguardaba el trabajo más sublime de todos, el de abrazar.

El de la contemplación no era un trabajo menos exhaustivo, pues requería de  la quietud absoluta del pensamiento, de la sencilla introspección. En los primeros años del árbol, esta tarea pareció sencilla, pero con el paso del tiempo, encontraba más ruido cargado a su corteza, pues durante las primaveras era inevitable que las aves buscaran reposo en sus ramas y le cantaran las historias de sus vuelos, las del mundo que para él era cada vez más inexplicable. Al ángel le preocupaba que en sus historias las aves cantaran tristezas, porque veía como en el silencio de la noche su pequeño árbol se deshojaba en llanto, sin embargo sabía que no podía alterar el rumbo natural de las migraciones, que traían consigo soplos de vida, de un mundo a otro. Sin embargo cuando encontraba que algún canto no armonizaba con la riqueza natural, se dejada descolgar de su nube y caía sobre el suelo con la mayor fuerza que le proporcionara su humanidad, para cimbrar la tierra, provocar el vuelo repentino de las aves y así acallar las sospechas de los cantos inconvenientes. En estos eventos, el árbol se sostenía con fuerza y dejaba escapar un crujiente sonido de rebeldía. Y luego, cuando parecía retornar la calma, el ángel le explicaba los motivos de su furia, de la manera más dulce, de forma tal que el árbol podía sentir la tranquilidad de la confianza en sus palabras.

Aún así, para el árbol las primaveras siempre fueron más afortunadas. Los colores, aromas y sobre todo su propio florecer lo embelesaba, así como la gracia con la que las abejas llevaban el zumbido de la vida de un árbol a otro y provocaban frutos cada vez más dulces, como las palabras de su ángel, que eran noble alimento para los seres más primarios.

Todo en general parecía llenar su existencia, el canto de los pájaros, la frescura de los ríos, el juguetear de los niños, eran para él alimento del alma.

Durante el verano se regocijaba en la larga claridad del día, que era proporcionada por la necesidad del sol de ser el protagonista. Aunque el ego de sus años a veces le molestaba un poco, veía cómo el ángel tomaba el brillo de sus rayos y lo utilizaba para adornar las gotas de rocío que caían por sus hojas en las tempraneras horas, creando un toque de maravilla a la mañana. Y al caer la tarde, los pintaba con un poco de carmesí que parecía teñir de sabiduría sus superficies.

Y así pasaron, primaveras, veranos, otoños e inviernos, ángel y árbol, enseñándose y aprendiéndose, hasta cuando el tronco del árbol no pudo ser sostenido por la naturaleza del tiempo, y el ángel lo tomó entre sus brazos y lo llevó a reposar con él entre las nubes, pues sin saberlo se había estado preparando para esto. Lo entendió un día de luz, cuando hablando lado a lado, vio cómo desde la nube en la que se encontraban se liberó una pluma blanca que caía sobre el lecho verde que alguna vez había sido su morada. Y entonces, decidió sin más tomarla entre sus manos.

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